lunes, 26 de mayo de 2008

CORDOBA NO TIENE LA FERIA QUE MERECE. Por Jose Luis de Córdoba. Director de Diario Córdoba. Publicado hoy domingo.

Córdoba no tiene la feria que merece. A partir de aquí todo puede ser discutible, pero esta convicción de partida me parece incontestable, aunque solo sea porque en el orgullo de cada cordobés esta ciudad merece "la mejor feria del mundo", y ésta, desde luego, no lo es.

En ese terreno de lo discutible, como siempre ocurre, hay argumentos para todos los gustos y sensaciones para todos los ánimos. Entre los partidarios complacientes domina lo rimbombante: "feria abierta, plural, tolerante, participativa y solidaria"... Entre los descontentos oficiales, atados por la prudencia del cargo, la diplomacia del interés o el acomodo más práctico, manda la añoranza crítica de que cualquier tiempo pasado --en La Victoria-- fue mejor. Y entre los detractores más dolidos pesa el desengaño: "una feria chabacana, destartalada, follonera y vulgar".

Lo lamentable es que la opinión que en teoría más importa no está en la zona media, sino en la de los pregoneros complacientes. Para Marcelino Ferrero , depositario último de las esencias festivas cordobesas y entiendo que portavoz del gobierno municipal en estas cosas, esta feria es un "escaparate de lujo y una magistral exposición de nuestra cultura y tradición". A tan poético amor propio puedo descontarle la tentación artística de todo político, pero, con todo y con eso, mucho me parece. Mejor aún, nada de eso me parece. No veo en ella ni lujo, ni brillo, ni elegancia, ni tampoco la apariencia magistral de un escaparate cultural. En realidad, ni tan siquiera está a la altura de este mayo, en el que tanto luce Córdoba sus encantos. Diría incluso, con respetuosa temeridad, que si Córdoba fuese lo que su feria representa, antes que la capitalidad cultural europea, quizás obtuviese el reconocimiento internacional como capital experimental del mestizaje jaranero.

No sé si con arte o resignación, esta feria demuestra cada año su capacidad para casar tradición y modernidad de la peor manera, amontonando disfrutes en un desbarajuste conceptual que muchos llaman crisis de identidad. No le faltan mejoras ornamentales, como las de este año, pero tiene vicios estructurales de origen --lugar, diseño, normativa...-- , y su gestión actual está contaminada por unos prejuicios políticos y sociales que pretenden hacer de ella bandera ideológica o quizás --hasta ahí no llego-- antídoto contra la sevillanía.

Puede que exista alguna frontera ideológica que ayude a subrayar cada modelo de feria, pero no hay ferias ideológicas. (Ni siquiera la que en estos días ha montado el PP). Hacer bandera política de esta fiesta desemboca en la simpleza de tachar la caseta privada de derechas y la carpa circense de izquierdas, las sevillanas de centro derecha y los chiquilicuatres de centroizquierda. Por esta vía, la imaginación de los responsables acabará desarrollando menos fertilidad que los árboles del recinto.

En estos últimos años, se está elevando con dignidad el listón cultural de Córdoba con envidiables y cuidadas tradiciones --las cruces o los patios-- y acertadas apuestas --Cosmopoética, Festival de la Guitarra, las Noches de Embrujo...-- entre las que esta feria sostiene el desafortunado privilegio de ser su peor reclamo. Su declive cuantitativo --caseta arriba o caseta abajo-- es la prueba de su desacierto.

Es obvio que no resulta fácil dar una receta que la saque de su propio desarreglo, pero tampoco es imposible copiarla. Si nos despojamos de manías, podríamos aceptar que darle a una feria comodidad, brillantez, elegancia y calidad no depende de criterios ideológicos o habilidades retóricas, sino de una mínima capacidad para gestionar el sentido común. Mirando a nuestro alrededor se comprueba que se puede compatibilizar su irrenunciable espíritu abierto con la preferencia de uso para quienes pagan, sostienen y se esmeran en poner cada año su caseta --Jerez lo hace--; que se pueden ordenar los ambientes distintos en ámbitos homogéneos para que convivan "adjuntos" , pero no revueltos; que se puede primar la imagen de la feria más tradicional sin ofender a los devotos de los decibelios o de los toldos a lo rumano; que se puede exigir un mínimo estético en las casetas sin impedir que sean rentables; que se puede, incluso, aprender jardinería para que los árboles se animen o importar sombras de Centroeuropa y que, en definitiva, se debería pensar en un cambio de lugar y diseño que deje atrás tan insípido recinto. Pero si nada de eso se pretende, si el modelo actual no tiene otra revisión que la del cambio de farolillos, al menos que se diga claramente. Encima de su barullo ambiental no se debería jugar al despiste con flagrantes contradicciones, laberintos semánticos o subterfugios lingüísticos para esconder una realidad tan claudicante como la del botellódromo oficioso de este año.

La feria por sí misma merece más rigor público y coherencia formal. En el horizonte de cualquier decisión política siempre deben estar las personas, pero aquí, a la par, debería estar el prestigio de la propia ciudad, porque quienes vamos a la feria siempre podemos encontrar casetas con aire fresco y bailes ardientes, rincones de encanto, trato de privilegio, momentos especiales y amigos propios para satisfacer con derroche la feria que cada cual lleve dentro. Pero no hablamos de eso, no hablamos de que en la feria no se pueda disfrutar. Solo digo que de ella no podemos presumir.